3° carta

El hombre ilustrado

Querido Antonio Zárate

Hace una semana ocurrió un hecho que quiero contarte.
En uno de mis viajes a Groznyj, al mediodía, yendo a mis clases de ruso, decidí pasar por la puerta del hospital en el que me atendí, para ver si, por esas casualidades de la vida, veía otra vez a esa enfermera que pareciera hecha por las mismísimas manos de Jehová.




Antes de llegar, el corazón comenzó a palpitarme con fuerza inaudita; evidentemente, esta mujer me pegó fuerte, me dije. Como era de esperar, obviamente, ella no estaba en la puerta. Y como no tenía mucho para hacer, decidí mandarme a buscarla, con la excusa de agradecer nuevamente las atenciones que tuvieron conmigo.


Por suerte, la encontré en la recepción, estaba charlando con otra enfermera, tomando café. Me reconoció, sonrió y se retiró. Me quedé helado, y enseguida pegué la media vuelta... pero cuando ya estaba afuera, su voz me detuvo; mi corazón volvió a agitarse, parecía estar por explotar; se acercó, me dio una tarjeta y se fue. La llamé, pero no hubo caso, no detuvo su marcha.

Miré la tarjeta, decía: Иллюстрированный человек, y tenía una dirección. Al instante, se me dibujó una sonrisa que no entraba en mi cara, y me fui hacia el learjet corriendo, para prepararme para verla a la noche, pensando que ella ahora estaba trabajando y me citaba para después, en su casa o en algún otro lugar.

En ese momento, mis conocimientos de ruso no me permitieron saber que eso que decía la tarjeta era "El hombre ilustrado", me enteré después, por la noche, cuando llegué a la dirección que indicaba la tarjeta y me encontré con una casa de tatuajes.

Lo primero que pensé fue que era un lugar bastante particular para una cita. Revisé la dirección, no me había equivocado, era ahí.


Entré, sólo estaba el encargado del lugar; un sujeto de una corpulencia temible, que vestía un pantalón ajustado y una musculosa rota, era peludo, usaba mucha barba. Al acercarme a él, descrubrí que olía mal.

—Buenas noches, disculpe... ¿está la enfermera?—pregunté, en ruso.
—Esto no es un hospital—respondió, y se rascó los genitales.
—Sí, me doy cuenta... chau... disculpe.

Confundido, con bronca, me fui al learjet, para regresar al monte. ¿Por qué la enfermera me hizo eso?, pensé una y otra vez. Mi corazón estaba roto en miles de pedacitos y sentía que unirlos me demandaría más de cien años.


Cuando llegué al Elbruz, recordé las infinitas noches de corazón roto que pasé junto a Carlitos Ramaciotti, tomando cerveza, escupiendo las penas sin remedio. Y me dije que lo de la enfermera no era para tanto... pero igual me dolía.

Para descargarme un poco, escribí una poesía:

Mil lobos

Dios tiene trabajo para hacer
porque es su deber terminar con el mal
una enfermera espera con ansiedad
que la muerte la atrape, sin piedad

Ojalá te destripen mil lobos

Ella juega a hacer bromas
a la buena gente que enferma
y es por eso que se ha ganado
la condena más sangrienta

Ojalá te destripen mil lobos

Afortundamente, escribir esa poesía calmó mi malestar, y al cabo de un rato conseguí dormirme.


Al día siguiente del suceso que te conté, recordé El hombre ilustrado, ese libro de Ray Bradbury que leí de pibe. En él se cuenta la historia de un tipo al que una bruja le tatuó una veintena de imágenes en el cuerpo, que al ser vistas por los ojos de alguna persona, cobran animación: cada una es un cuento, y viéndolas, se ve una historia.


Recuerdo lo mucho que me gustó ese libro, como todo lo que leí de ese autor. Si no sabías por qué todas las casas de tatuajes se llaman El hombre ilustrado, ahora lo sabés.

Cuando pienso en Ray Bradbury, enseguida, recuerdo esta anécdota, que no me canso de repasar y contar.
En Fuego brillante, el título del epílogo, publicado en una edición de 1993, de Fahrenheit 451, Bradbury relata los problemas a los que tuvo que enfrentarse para lograr que su novela fuese publicada, allá por los 50´.


En aquella época, la censura y las prohibiciones estaban a la orden del día, incluso la quema de libros. Y como Fahrenheit 451 trata, precisamente, de la quema de libros, nadie quería publicarla. Además, por ese entonces, Bradbury aún no era reconocido.

El final de la anécdota, contada por Bradbury:
Nuestra búsqueda de una revista que publicara partes de "Fahrenheit 451" llegó a un punto muerto. Nadie quería arriesgarse con una novela que tratara de la censura, futura, presente o pasada.
Fue entonces cuando ocurrió (...): un joven editor de Chicago, escaso de dinero pero visionario, vio mi manuscrito y lo compró por U$S 450, que era todo lo que tenía. Lo publicaría en los números dos, tres y cuatro de la revista que estaba a punto de lanzar. El joven era Hugh Hefner. La revista era Playboy, que llegó durante el invierno de 1953 para escandalizar y mejorar el mundo. El resto es historia.
A partir de ese modesto principio, un valiente editor en una nación atemorizada sobrevivió y prosperó. Cuando hace unos meses vi a Hefner en la inauguración de sus nuevas oficinas en California, me estrechó la mano y me dijo: "Gracias por estar allí". Y sólo yo supe a qué se refería.

¿No la tiene clara Hefner, no?, me preguntó, irónico, un amigo mío cuando terminé de relatarle esta anécdota hace un par de años.

En fin, Antonio, me despido. Ahora que te conté esto de Bradbury, me dieron ganas de leer algo. Por acá tengo uno de Gustave Flaubert: Tres cuentos. Después te cuento qué onda. Será hasta la próxima.

Abrazo de paz
El Maestro Azul

2 comentarios:

Anónimo dijo...

hola maestro¡¡¡ soy cristian, sos un capo me gusta lo que escribis, y lo haces muy bien, se nota que tenes una buena capacidad para eso
saludos

Ing. Jean Chichè dijo...

Que bueno ver que hay gente que hace las cosas bien.
Por su lucha y constante afán de perseguir la intelectualidad del ser he decidido sumarlo de forma unánime a mi lucha: "Búsqueda de sabiduría en tiempos de poca razón y materialismo"

Sepa que lo banco a morir.

Atentos saludos