5° carta

Oscar Wilde

Querido Antonio Zárate


Hace unos días bajé a Groznyj a comprarme libros. Y pucha que me lo tomé en serio, porque me compré diez. Entre ellos, uno que trae tres obras de teatro de Oscar Wilde: El abanico de lady Windermere, La santa cortesana y Una tragedia florentina.

A mí me gusta mucho este escritor. De hecho, leí casi todo lo que publicó; sólo me faltan algunas de sus obras de teatro. Te digo más: el primer libro que leí en mi vida, que es mi novela preferida, es El retrato de Dorian Gray, escrito por él.




Me parece que tenía un estilo tan único como admirable, encantador. Poniéndolo en términos futbolísticos, si Zinedine Zidane o Patrick Kluivert fueran escritores, serían partícipes del estilo de Oscar Wilde. Era, en toda la acepción de la palabra, un artista.

Recuerdo que en una notra introductoria de uno de sus libros, leí una anécdota de él que lo pintaba tal cual era, según todas las cosas que leí de su personalidad.

Paso a contártela: llegó a Estados Unidos, se bajó del avión y lo interrogaron unos guardias. Le preguntaron si tenía algo que declarar, y él respondió "sólo mi genio".


Ahora te voy a mostrar un fragmento de El abanico de lady Windermere, que fue estrenada el 20 de febrero de 1892.

Contexto del fragmento: fiesta de cumpleaños de lady Windermere, en su casa, una mansión lujosa.

Lady Plymdale: Lord Windermere, quiero preguntarle algo muy especial.

Lord Windermere: Me temo... si me disculpa... debo reunirme con mi mujer.

Lady Plymdale: Oh, ni lo sueñe. Hoy día es muy peligroso para un marido prestar atención a su mujer en público. Eso hace pensar a la gente que la golpea cuando están solos. El mundo se ha vuelto tan suspicaz de todo lo que se asemeje a un matrimonio feliz.


Y, por último, voy a transcribirte tres frases de Cecil Graham, un personaje de El abanico de lady Windermere, que fueron dichas por él en una charla entre caballeros.



Cecil Graham: ¡Ah! Las malas mujeres nos fastidian. Las mujeres buenas nos aburren. Esa es la única diferencia entre ellas.

Cecil Graham: Vamos, Tuppy querido, no dejes que los caminos de la virtud te pierdan. Reformado serías completamente tedioso. Eso es lo peor de las mujeres. Siempre quieren que uno sea bueno. Y, si somos buenos, cuando nos conocen no se enamoran de nosotros en absoluto. Les encanta encontrarnos como unos malvados irrecuperables y abandonarnos como unos buenos para nada deseables.

Cecil Graham: ¡Una mujer casada, entonces! Y bien, no hay nada en el mundo como la devoción de una mujer casada. Es algo que ningún hombre casado conoce.


Esta semana me pasó algo importante, Antonio, una revelación; pero te lo voy a contar en la próxima carta, mejor. No quisiera manchar, con mi cotidianidad en el monte Elbruz, esta epístola que tiene tantas palabras de Oscar Fingal O'Flahertie Wills Wilde.

Abrazo de paz
El Maestro Azul

4° carta

El monte Elbruz habla

Querido Antonio Zárate

En la segunda carta que te escribí, te conté que a pesar de no estar más pintado de azul, seguiría siendo El Maestro Azul. Y te di dos motivos, de los que expliqué sólo uno, dejando un halo de misterio sobre el segundo:

Hay algo que quiero dejar claro, se trata de mi nombre. A pesar de la mala experiencia con la pintura, sigo siendo El Maestro Azul; en primer lugar, porque sería poco serio de mi parte andar cambiando de nombre como de calzoncillo, y en segundo lugar, porque sucedió algo impresionante que me indicó que mi nombre, definitivamente, es Azul. Esto segundo no te lo contaré ahora, ya que no sé si estoy autorizado a hacerlo; lamento el misterio que dejo sobre esta cuestión. Si todo sale bien, si recibo el permiso, te haré saber esto que no te conté en mi próxima carta.

He decidido contarte lo que no te conté, aunque no recibí aquel permiso que mencioné.

Esa tarde no tenía mucho por hacer. Simplemente pensaba, sentado sobre un toallón de Bon Jovi que gané en un sorteo hace muchos años, mientras contemplaba la inmensidad del paisaje del Elbruz.





De repente, sin darme cuenta, me encontré hablándole al monte, compartiendo con él mis pensamientos.

--Siempre me gustó más Intrusos, el programa de Jorge Rial, que Rumores, el de Carlos Monti y Susana Rocasalvo. No sé bien por qué. Rial me parece un caníbal, un cuervo, sin límites; Monti y Rocasalvo me resultan lo contrario, aunque también los veía tontos, y a Rial, vivo. Una vez dijeron, no sé dónde, que Monti tiene mal aliento. Lo mismo dijeron de Araceli González. De ella también escuché que tenía olor a chivo. ¡Qué locura! A mí me hubiese gustado hacer el trencito con la Rocasalvo, a pesar de que me resultaba fulera, pero no sé por qué tenía ganas de hacer el trencito con ella...


--¡A tí te hablo!--gritó alguien, con voz grave, como si el mismísimo Dios hubiese hecho esa exclamación, interrumpiendo mi monólogo.

Me asusté, miré hacia todos lados; nada, nadie.

--¡A tí te hablo!--se escuchó otra vez, con la misma severidad.

--¡Quién sos, dónde estás! ¡Por qué a mí, qué hice!--pregunté, con desesperación.

--Soy el monte Elbruz--dijo--. Y quiero que sepas que tu nombre es Azul. Ahora, sigue meditando, hijo mío. Yo, seguiré con lo mío.

Estupefacto, me tiré al piso. La voz no venía del cielo, ni de los costados, ni del piso de nieve, ni de ningún lugar; venía de todos los lugares al mismo tiempo. Durante unos minutos, lo llamé incesantemente, pero no hubo caso, no respondía.

Y desde que eso sucedió, todos los días le hablé y lo llamé y le pedí que me hablara, pero tampoco tuve suerte. Aparentemente, no soy el que elige cuando hablamos. Tal vez, jamás lo volvamos a hacer.
De todos modos, la desaparición me entristece poco cuando pienso en la aparición. Seguramente, fue la experiencia más extraordinaria que viví, ni más ni menos.


Sabrás comprender, ahora, porque estoy más seguro que nunca que soy El Maestro Azul. ¿Cómo no creerle al mismísimo monte Elbruz?

¡Ah, qué linda madruga estoy pasando acá! Recordando mi encuentro con el monte, contándotelo. Antes de ponerme a escribir esta carta, armé una fogota. ¡Ah, qué buena idea! ¡Esta fogata sólo Para Mí, en el medio del Elbruz! ¡Qué maravilla!

Me parece que de un momento a otro me consigo una guitarra y, al costado del fuego, me pongo a cantar todas las canciones de Juan Luis Guerra que me sé.

Antonio, estimado y querido Antonio, me despido hasta la próxima. Ahora, me voy a tirar sobre un colchón al costado de las llamas, a mirar el cielo.

Abrazo de paz
El Maestro Azul

3° carta

El hombre ilustrado

Querido Antonio Zárate

Hace una semana ocurrió un hecho que quiero contarte.
En uno de mis viajes a Groznyj, al mediodía, yendo a mis clases de ruso, decidí pasar por la puerta del hospital en el que me atendí, para ver si, por esas casualidades de la vida, veía otra vez a esa enfermera que pareciera hecha por las mismísimas manos de Jehová.




Antes de llegar, el corazón comenzó a palpitarme con fuerza inaudita; evidentemente, esta mujer me pegó fuerte, me dije. Como era de esperar, obviamente, ella no estaba en la puerta. Y como no tenía mucho para hacer, decidí mandarme a buscarla, con la excusa de agradecer nuevamente las atenciones que tuvieron conmigo.


Por suerte, la encontré en la recepción, estaba charlando con otra enfermera, tomando café. Me reconoció, sonrió y se retiró. Me quedé helado, y enseguida pegué la media vuelta... pero cuando ya estaba afuera, su voz me detuvo; mi corazón volvió a agitarse, parecía estar por explotar; se acercó, me dio una tarjeta y se fue. La llamé, pero no hubo caso, no detuvo su marcha.

Miré la tarjeta, decía: Иллюстрированный человек, y tenía una dirección. Al instante, se me dibujó una sonrisa que no entraba en mi cara, y me fui hacia el learjet corriendo, para prepararme para verla a la noche, pensando que ella ahora estaba trabajando y me citaba para después, en su casa o en algún otro lugar.

En ese momento, mis conocimientos de ruso no me permitieron saber que eso que decía la tarjeta era "El hombre ilustrado", me enteré después, por la noche, cuando llegué a la dirección que indicaba la tarjeta y me encontré con una casa de tatuajes.

Lo primero que pensé fue que era un lugar bastante particular para una cita. Revisé la dirección, no me había equivocado, era ahí.


Entré, sólo estaba el encargado del lugar; un sujeto de una corpulencia temible, que vestía un pantalón ajustado y una musculosa rota, era peludo, usaba mucha barba. Al acercarme a él, descrubrí que olía mal.

—Buenas noches, disculpe... ¿está la enfermera?—pregunté, en ruso.
—Esto no es un hospital—respondió, y se rascó los genitales.
—Sí, me doy cuenta... chau... disculpe.

Confundido, con bronca, me fui al learjet, para regresar al monte. ¿Por qué la enfermera me hizo eso?, pensé una y otra vez. Mi corazón estaba roto en miles de pedacitos y sentía que unirlos me demandaría más de cien años.


Cuando llegué al Elbruz, recordé las infinitas noches de corazón roto que pasé junto a Carlitos Ramaciotti, tomando cerveza, escupiendo las penas sin remedio. Y me dije que lo de la enfermera no era para tanto... pero igual me dolía.

Para descargarme un poco, escribí una poesía:

Mil lobos

Dios tiene trabajo para hacer
porque es su deber terminar con el mal
una enfermera espera con ansiedad
que la muerte la atrape, sin piedad

Ojalá te destripen mil lobos

Ella juega a hacer bromas
a la buena gente que enferma
y es por eso que se ha ganado
la condena más sangrienta

Ojalá te destripen mil lobos

Afortundamente, escribir esa poesía calmó mi malestar, y al cabo de un rato conseguí dormirme.


Al día siguiente del suceso que te conté, recordé El hombre ilustrado, ese libro de Ray Bradbury que leí de pibe. En él se cuenta la historia de un tipo al que una bruja le tatuó una veintena de imágenes en el cuerpo, que al ser vistas por los ojos de alguna persona, cobran animación: cada una es un cuento, y viéndolas, se ve una historia.


Recuerdo lo mucho que me gustó ese libro, como todo lo que leí de ese autor. Si no sabías por qué todas las casas de tatuajes se llaman El hombre ilustrado, ahora lo sabés.

Cuando pienso en Ray Bradbury, enseguida, recuerdo esta anécdota, que no me canso de repasar y contar.
En Fuego brillante, el título del epílogo, publicado en una edición de 1993, de Fahrenheit 451, Bradbury relata los problemas a los que tuvo que enfrentarse para lograr que su novela fuese publicada, allá por los 50´.


En aquella época, la censura y las prohibiciones estaban a la orden del día, incluso la quema de libros. Y como Fahrenheit 451 trata, precisamente, de la quema de libros, nadie quería publicarla. Además, por ese entonces, Bradbury aún no era reconocido.

El final de la anécdota, contada por Bradbury:
Nuestra búsqueda de una revista que publicara partes de "Fahrenheit 451" llegó a un punto muerto. Nadie quería arriesgarse con una novela que tratara de la censura, futura, presente o pasada.
Fue entonces cuando ocurrió (...): un joven editor de Chicago, escaso de dinero pero visionario, vio mi manuscrito y lo compró por U$S 450, que era todo lo que tenía. Lo publicaría en los números dos, tres y cuatro de la revista que estaba a punto de lanzar. El joven era Hugh Hefner. La revista era Playboy, que llegó durante el invierno de 1953 para escandalizar y mejorar el mundo. El resto es historia.
A partir de ese modesto principio, un valiente editor en una nación atemorizada sobrevivió y prosperó. Cuando hace unos meses vi a Hefner en la inauguración de sus nuevas oficinas en California, me estrechó la mano y me dijo: "Gracias por estar allí". Y sólo yo supe a qué se refería.

¿No la tiene clara Hefner, no?, me preguntó, irónico, un amigo mío cuando terminé de relatarle esta anécdota hace un par de años.

En fin, Antonio, me despido. Ahora que te conté esto de Bradbury, me dieron ganas de leer algo. Por acá tengo uno de Gustave Flaubert: Tres cuentos. Después te cuento qué onda. Será hasta la próxima.

Abrazo de paz
El Maestro Azul

2° carta

Lo bueno del sol, lo malo de la pintura

Querido Antonio Zárate

Lo de pintarme de azul, más allá de mi entusiasmo previo, no fue una buena idea. Al día siguiente de hacerlo, es decir, después de haberte escrito la primera carta, por la noche, repentinamente caí contusionado al piso, sin poder respirar. Después de veinte minutos así, como pude, tomé fuerza, me subí al learjet y fui a Groznyj, en busca de un médico.

Por suerte, encontré rápido un hospital, en el que fui atendido por el doctor Mijaíl Tsvet, que no dejó de sorprenderse por los motivos de mi presencia ahí.





A pesar de que ya había tomado dos semanas de clases de ruso, no pude decirle más que "hola" en su idioma; el resto de la charlado fue, como pudimos, en inglés.

—I fell so bad, doctor—le dije.
—Oh, god...—contestó, mirando, absorto, que tenía mi cuerpo pintado de azul, de arriba a abajo—. I will help you—agregó.
—Thank you very much, tordo—dije, y me desmayé.


Cuando desperté, no tenía más pintura en la piel. Ya me sentía bien. A mi lado había una enfermera, rubia, alta, atractiva; le pregunté por el doctor Tsvet y me respondió algo que no entendí.

Me levanté, me puse mi ropa, me despedí de la mujer y le di las gracias, y me fui de nuevo hacia el monte. ¡Qué linda esa enfermera, por favor! ¡Y cómo extrañé al Elbruz mientras estuve en el hospital!


Hoy me levanté y me puso feliz ver que el sol había salido una vez más. Creo que hace unos diez días que me pasa lo mismo cada mañana que despierto. Me parece que esta sensación diaria vino para quedarse.... ¡bienvenida sea!

Hace mucho tiempo, según leí en Hace mucho tiempo... (1), los indios Tretonechtes no dormían por la noche; se la pasaban pidiendo que el sol saliera otra vez, y una vez que aparecía, festejaban y dormían hasta el atardecer. Y así todos los días.


Sé que hubo un montón de grupos humanos más que hacían lo mismo. Tengo planeado interiorizarme un poco más en este tema, ya que me resulta muy interesante. Por ejemplo, me gustaría saber en qué consistían precisamente esos festejos por la llegada del sol; no sé por qué pero me figuro a los Tretonechtes como unos fiesteros de aquellos.

Me apena un poco saber que hay tanto por conocer, porque sé que no hay forma de conocerlo todo. Con recurrencia pienso que a medida que uno más aprende, más se da cuenta de lo poco que sabe, de lo mucho que le falta saber. Este pensar está reflejado y profundizado de modo delicioso en Tao Te King (2), el libro fundacional del taoísmo.

A veces me dan tantas ganas de tener el Delorean de Volver al futuro e irme lejos en el tiempo, hacia atrás, y ser parte de otro momento de la historia de la humanidad...
Tal vez estar ahí, junto a aquellos indios, clamando en vilo toda la noche para que el sol aparezca una vez más.
Y por qué no ir hacia un lugar en el pasado que sólo conocen los que lo habitan, como una suerte de ciudad no descubierta, en la que sus ciudadanos no saben de dinero, trabajo, impuestos, teléfonos celulares; sólo saben de dormir, comer, bailar, reír, tirarse a nadar en el río, jugar.



Hay algo que quiero dejar claro, se trata de mi nombre. A pesar de la mala experiencia con la pintura, sigo siendo El Maestro Azul; en primer lugar, porque sería poco serio de mi parte andar cambiando de nombre como de calzoncillo, y en segundo lugar, porque sucedió algo impresionante que me indicó que mi nombre, definitivamente, es Azul. Esto segundo no te lo contaré ahora, ya que no sé si estoy autorizado a hacerlo; lamento el misterio que dejo sobre esta cuestión. Si todo sale bien, si recibo el permiso, te haré saber esto que no te conté en mi próxima carta.

Bueno, Antonio, llegó el momento de despedirme. Tengo planeado sentarme en un sillón, con vista a la inmensidad del cielo del monte, tomar algo caliente y pensar en la enfermera... Será hasta la próxima.

Abrazo de paz
El Maestro Azul

(1) Jesús González Sánchez, Galicia, Editorial Julio Salinas y el gol de cabeza, 1985.
(2) Lao Tsé, 600 A.C.

1° carta

El primer y único hombre azul del mundo

Querido Antonio Zárate

Más de una vez escribí una carta y no la entregué. Se me ocurre, por ejemplo, en mis épocas de pibe, la decena que hice para Melisa —aquella vecinita mía que tanto me gustaba—, que nunca le di, siempre por miedo.

Hoy, ya con más de cincuenta años encima, vuelvo a escribir una carta que no será entregada a quien corresponde... pero será publicada en Internet, y si algunos planteas se alinean, si diversas circunstancias se dan —como que estés vivo, por ejemplo—, podrás leerla. Ojalá la casualidad así lo quiera, ya que tengo pensado escribirte muchas cartas; creo que nadie escribe, ni quiere escribir, mil cartas para una persona que nunca las leerá.

Por ahí, te preguntás por qué escribirte y publicar lo escrito en Internet, en vez de mandártelo, respetando la privacidad de la carta. Lo que pasó es que tenía ganas de compartir mi experiencia acá, en el monte Elbruz, con muchas personas, todas las que pudiese, y por eso me decidí a hacerlo así, a través de La Kermese. Y cuando empecé... no supe a quién dirigir mis palabras, ninguna alternativa me convenció —"a todos los que me conocen", "a muchas personas", "a los que se copen leyendo"—, hasta que se me ocurrió escribirle a una persona cualquiera, y el primero que se me vino a la cabeza, vaya a saber Dios por qué, fuiste vos, Antonio Zárate, mi compañero de colegio; hábil y excepcional futbolista, que supo cosechar los más encendidos halagos gracias a su modo sin igual de jugar a la pelota.

Espero que no te moleste que las cartas que te escribo sean publicadas. Y si te molesta, avisame y, mejor, le escribo a Jorgito Archude, que también jugaba muy bien. Incluso, para algunos, él era el mejor del aula.

De todos modos, Para Mí, la principal particularidad de esta carta no está en las cosas anteriormente dichas, sino en que estoy escribiendo, como sabés, desde el mismísimo monte Elbruz.

Hace más de cinco meses que llegué acá, con mi learjet. El monte Elbruz está en la cordillera de Cáucaso, en la federación Rusa. Por si no lo sabés, te cuento que este monte es uno de los más altos del mundo: mide unos 5640 metros.

Vine en busca de la soledad más inmensa que se pueda sentir, y la encontré. Pasé todos estos meses, simplemente, pensando. No hice otra cosa. Acá encontré paz y una voluptuosidad interior que nunca antes había sentido. De hecho, siento indentificarme con el monte y soy inmenso, en cuerpo y espíritu; pierdo mi identidad, me separo de mí, y el Elbruz y yo somos sólo uno.

Me parece —y lo digo con las manos limpias— que en mí está el Zaratustra del nuevo milenio.


Ayer se me terminaron las provisiones. Ayer bajé por primera vez a Groznyj, la ciudad que más cerca tengo, para reabastecerme. Valiéndome de mi poco admirable inglés, conseguí hacerme entender con las personas del lugar. A partir de la próxima semana, comienzo mis clases particulares de idioma; espero aprender pronto, tengo que ir lunes, miércoles y viernes, una hora por día.

De todos modos, no está en mis planes pasar mucho tiempo en la ciudad; más bien, todo lo contrario, ya que sólo iré cuando sea necesario, por ejemplo para ir a mis clases de ruso, o para comprar comida o pintura azul.

Nadie sabe con precisión dónde encontrarme; si alguien me ve es porque así lo quiero. Mi ubicación exacta en el Elbruz es un absoluto secreto.

Hoy por la mañana sentí que en todo este tiempo, en el monte Elbruz, se había producido un cambio de mil grados en mi interior. Sin embargo, mi exterior seguía igual que siempre... Entonces me pregunté por qué no hacer un cambio de mil grados en mi exterior también. Y me pinté de azul.

Sí, así es: fui a Groznyj, entré a la pinturería, compré pintura azul y pinceles, volví y comencé a pintarme. Ahora puedo decirlo sin vacilar: soy el primer y único hombre azul del mundo. ¡Qué bueno, estoy tan contento!

Semejante cambio decidí acompañarlo con otro, que es ni más ni menos que mi nombre: ahora soy El Maestro Azul, dejé de ser El Maestro Augusto.

Me pregunto, Antonio, qué dirían mi papá y mi mamá —que ahora están en el cielo—, si me vieran acá, azul...

Este es el momento en el que me despido. En una nueva carta, te estaré contando más cosas de mi vida en el monte. Será hasta la próxima.

Abrazo de paz

El Maestro Azul