4° carta

El monte Elbruz habla

Querido Antonio Zárate

En la segunda carta que te escribí, te conté que a pesar de no estar más pintado de azul, seguiría siendo El Maestro Azul. Y te di dos motivos, de los que expliqué sólo uno, dejando un halo de misterio sobre el segundo:

Hay algo que quiero dejar claro, se trata de mi nombre. A pesar de la mala experiencia con la pintura, sigo siendo El Maestro Azul; en primer lugar, porque sería poco serio de mi parte andar cambiando de nombre como de calzoncillo, y en segundo lugar, porque sucedió algo impresionante que me indicó que mi nombre, definitivamente, es Azul. Esto segundo no te lo contaré ahora, ya que no sé si estoy autorizado a hacerlo; lamento el misterio que dejo sobre esta cuestión. Si todo sale bien, si recibo el permiso, te haré saber esto que no te conté en mi próxima carta.

He decidido contarte lo que no te conté, aunque no recibí aquel permiso que mencioné.

Esa tarde no tenía mucho por hacer. Simplemente pensaba, sentado sobre un toallón de Bon Jovi que gané en un sorteo hace muchos años, mientras contemplaba la inmensidad del paisaje del Elbruz.





De repente, sin darme cuenta, me encontré hablándole al monte, compartiendo con él mis pensamientos.

--Siempre me gustó más Intrusos, el programa de Jorge Rial, que Rumores, el de Carlos Monti y Susana Rocasalvo. No sé bien por qué. Rial me parece un caníbal, un cuervo, sin límites; Monti y Rocasalvo me resultan lo contrario, aunque también los veía tontos, y a Rial, vivo. Una vez dijeron, no sé dónde, que Monti tiene mal aliento. Lo mismo dijeron de Araceli González. De ella también escuché que tenía olor a chivo. ¡Qué locura! A mí me hubiese gustado hacer el trencito con la Rocasalvo, a pesar de que me resultaba fulera, pero no sé por qué tenía ganas de hacer el trencito con ella...


--¡A tí te hablo!--gritó alguien, con voz grave, como si el mismísimo Dios hubiese hecho esa exclamación, interrumpiendo mi monólogo.

Me asusté, miré hacia todos lados; nada, nadie.

--¡A tí te hablo!--se escuchó otra vez, con la misma severidad.

--¡Quién sos, dónde estás! ¡Por qué a mí, qué hice!--pregunté, con desesperación.

--Soy el monte Elbruz--dijo--. Y quiero que sepas que tu nombre es Azul. Ahora, sigue meditando, hijo mío. Yo, seguiré con lo mío.

Estupefacto, me tiré al piso. La voz no venía del cielo, ni de los costados, ni del piso de nieve, ni de ningún lugar; venía de todos los lugares al mismo tiempo. Durante unos minutos, lo llamé incesantemente, pero no hubo caso, no respondía.

Y desde que eso sucedió, todos los días le hablé y lo llamé y le pedí que me hablara, pero tampoco tuve suerte. Aparentemente, no soy el que elige cuando hablamos. Tal vez, jamás lo volvamos a hacer.
De todos modos, la desaparición me entristece poco cuando pienso en la aparición. Seguramente, fue la experiencia más extraordinaria que viví, ni más ni menos.


Sabrás comprender, ahora, porque estoy más seguro que nunca que soy El Maestro Azul. ¿Cómo no creerle al mismísimo monte Elbruz?

¡Ah, qué linda madruga estoy pasando acá! Recordando mi encuentro con el monte, contándotelo. Antes de ponerme a escribir esta carta, armé una fogota. ¡Ah, qué buena idea! ¡Esta fogata sólo Para Mí, en el medio del Elbruz! ¡Qué maravilla!

Me parece que de un momento a otro me consigo una guitarra y, al costado del fuego, me pongo a cantar todas las canciones de Juan Luis Guerra que me sé.

Antonio, estimado y querido Antonio, me despido hasta la próxima. Ahora, me voy a tirar sobre un colchón al costado de las llamas, a mirar el cielo.

Abrazo de paz
El Maestro Azul

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